On october 15th, 2010, the 32-years-old romanian nurse Maricica Haiaianu, died after being hit by an italian young man in the Anagnina metro station in Rome. About this fact (racism? sexism? the two of them? or a complex system of symbolic interactions?), and about the context that produced it, writes the italian anthropologist Pietro Vereni. This is the translation of his article into spanish; you can read the original version in italian in his blog.
Lo siento, pero la cuestión es justamente étnica y de género. El asesinato por parte de Alessio Bertone de la enfermera Maricica Hahaianu en la estación de metro Anagnina de Roma, ha recibido mucha atención por parte de los periódicos, de la radio, de la televisión y de todos los medios de comunicación. La historia es esencialmente dramática en su banalidad (una nueva versión de la banalidad del mal, podríamos decir) y parecería una de esas trágicas “fatalidades” debida a la anomía de la vida urbana, a un sistema de relaciones sociales totalmente vacío de contactos personales y por lo tanto reducido a puro intercambio económico. Aunque no podamos pasar por encima de estos aspectos, y no hay duda que la vida en las metrópolis se caracteriza por un aumento de violencia aparentemente gratuita, pero creo que en este caso específico tenemos que investigar también su componente “étnica”, que no es absolutamente marginal como parecen suponer muchos periodistas y políticos: que han hablado de un caso de violencia que no hay que explicar absolutamente en términos de racismo o de tensión étnica. Como antropólogo, no estoy en absoluto de acuerdo con esta lectura reductiva y consolatoria de lo que aconteció, y quiero explicar sintéticamente mi opinión.
Los antropólogos tendencialmente distinguen su propia opinión sobre la realidad, de lo que de la realidad dicen y piensan las personas investigadas; incluso cuando este “decir” es sustancialmente implícito. Es más: la tarea específica de la investigación etnográfica, muy a menudo, consiste en explícitar una visión “indígena” de la realidad que el antropólogo absolutamente no puede compartir y que las personas investigadas pueden tener dificultades en articular en palabras. Sin esta actitud, cualquier estudio de las creencias religiosas y de las visiones del mundo sería imposible o sin sentido. Un antropólogo, por lo tanto, no tiene que creer en un particular sistema religioso para poderlo estudiar, pero tiene el deber de reconstruir “desde el interior” o, con una fórmula muy utilizada, “desde el punto de vista del nativo” el sistema de creencias que está estudiando. Sólo esta reconstrucción podrá ayudarnos a entender el sentido cultural de un acontecimiento, es decir el significado tal como lo viven los propios actores sociales.
Estoy muy convencido que “desde el punto de vista de los nativos” (y en parte sin plena conciencia de ello) el caso dramático de la estación Anagnina ha sido provocado por la recíproca visión que “los italianos” tienen de los “rumanos” y que “los hombres” tienen de “las mujeres”.
Por lo menos desde las épocas de los grandes descubrimientos geográficos, el así llamado Occidente ha mirado las relaciones con las nuevas culturas con las cuales entraba en contacto sobreponiendo a la confrontación cultural una confrontación de género sexual. Quiero decir que “el otro” ha sido visto a menudo bajo la luz o dentro el símbolo de la diferencia de género (masculino/femenino) por lo tanto proyectando en la relación cultural algunos juicios que ya eran presentes en las relaciones de género. Yoko Ono dijo un día que las mujeres son los negros del mundo, para decir que, en las relaciones hacia las mujeres, los hombres tienden a comportarse como los blancos hacia los negros. Yo creo que se podría girar esta importante comparación, y decir que los negros (los albaneses, rumanos, rom) son las mujeres del mundo, ya que en nuestras relaciones entre culturas a menudo tendemos a sexualizar la relación, convirtiendo una cultura en “macho” y la otra en “hembra”. No digo obviamente nada especialmente nuevo, pero creo que esta regla general pueda aplicarse atentamente para entender muchos casos específicos de la crónica cotidiana de nuestro país (y de muchos otros).
Los inmigrantes en Italia son reducidos a menudo en un estado de subalternidad obligada: no participan plenamente en la vida civil, porque no tienen derecho al voto; son objeto de un constante chantaje a través del permiso de residencia, que depende de sus condiciones de trabajo: por lo que a menudo acceptan trabajos mal pagados pero estables; generalmente se les empuja a bajar la cabeza, a presentarse con el sombrero en la mano, a obedecer. Esta condición a menudo se traduce simbólicamente en un señal de femininidad, de femininización.
La clave es que las relaciones de poder entre grupos no paritarios se traducen simbólicamente como si fueran relaciones de género. Estas relaciones, justamente porque se gestionan de forma simbólica, son extremadamente sutiles y pueden dar lugar a constantes “malentendidos” entre los diferentes sujetos en relación. En nuestro sistema de relaciones sociales, los grupos de “inmigrantes” son reducidos fantasmáticamente al estado femenino (de donde también el exotismo/erotismo que trasmitirían muchos de estos grupos), mientras que los residentes se sienten en la posición masculina de dominación. Esto significa que por un lado los italianos se sienten a menudo en la condición implícita de superioridad (como se atreven, como se permiten, en dónde se creen que están) incluso delante de comportamientos que si los tuvieran otros ciudadanos no suscitarían esta sensación de ultraje; por otro lado, los inmigrantes obligados en esta situación minoritaria pueden reaccionar enseñando los huevos, es decir exponiendo un sentido de revancha que los arranque de la condición de sumisión en la cual sienten que se los obligan a permanecer.
Pensemos otra vez a la escena que aconteció en la estación Anagnina: un macho italiano y una mujer rumana entran en tensión por una cuestión de cola para comprar tabaco. Puede ser incluso que la mujer haya desarrollado, en el curso de su permanencia en Roma, un estilo comportamental combativo, para no caer sistemáticamente en la doble sumisión inmigrante/mujer, y sin duda el italiano tenía sus precedentes de violencia. Qué ha pasado, desde el punto de vista simbólico, en su pelea? La mujer, precisamente para remarcar públicamente su condición de subalternidad, podría haberse saltado la cola del tabaco, un comportamiento considerado agresivo y prevaricador por parte de cualquiera. Pero si este “cualquiera” es un hombre italiano que ve en las mujeres un sujeto debil “que tendría que quedarse en su lugar” y en los inmigrantes la versión “colectiva” de ese sujeto, las consecuencias pueden ser terribles.
El jóven italiano, por su parte ya convencido que los inmigrantes y las mujeres son sujetos inferiores que hay que mantener controlados, se encuentra delante de un comportamiento totalmente chocante: una mujer immigrante que “se comporta como un hombre” aunque sin tener la fuerza física. Alessio Burtone, sencillamente, se siente ofendido en su sistema simbólico por el comportamiento de Maricica Hahaianu. La mujer inmigrante, comportándose de esa manera, violando la cola, viola la gerarquía social del jóven, subvierte su geografía de las relaciones de poder. La mujer, sencillamente no puede comportarse de esa manera.
Cuando dejan la escena de la pelea, los dos se encuentran otra vez uno a lado del otro hacia la salida. No sé si este segundo encuentro es casual o es una continuación involuntaria del primero, pero no me sorprendería saber que el jóven la haya esperado, porque de alguna manera tenía que volver a establecer el orden de la situación, en la cual se habían desequilibrados totalmente las “correctas” relaciones de poder. El jóven y la mujer caminan uno a lado del otro, probablemente se siguen insultando, se ve en la grabación que él de repente le escupe, típico gesto de desprecio. La mujer entonces, casi por un reflejo condicionado, para mantener su posición “masculina” de no sumisión, levanta la mano hacia el hombre, que fácilmente la esquiva para luego golpear a su vez empujando con fuerza el brazo izquierdo. La mujer, golpeada en la cara, cae como un saco golpeando violentamente la cabeza contra el suelo. El hombre recoge sus cosas y se va.
Desde su punto de vista, no ha hecho nada malo, quizás puede haber exagerado ya que la mujer es inconsciente en el suelo, pero en su visión Alessio Burtone no ha hecho nada más que reestablecer el correcto equilibrio en las relaciones entre un hombre italiano (por lo tanto dos veces viril) y una mujer rumana (por lo tanto dos veces femenina)
La “naturalidad” de esta visión (una gran enseñanza de la antropología cultural es que todas las visiones ideológicas se perciben como naturales) la confirma también el segundo ultraje de esta terrible historia, es decir el de los amigos de Burtone, que al momento de su detención han empezado a insultar las fuerzas del orden (Infames! Todo esto por una puta rumana!) y las instituciones (Alemanno [alcalde de Roma, NdT] alcalde de Bucarest!). La ofensa percibida en la red social de Alessio Burtone es el mismo de Burtone cuando golpeó la mujer: como se permiten? Pero no han entendido que yo no quería matar a nada, mucho menos a una “puta rumana”, sólo quería “darle una lección”, reestablecer el orden natural de las gerarquías sociales (por las cuales los inmigrantes tienen que obedecer a nosotros los italianos como las mujeres tienen que obedecer a los hombres). No quería matarla, y siento que haya pasado esto, pero yo no tengo ninguna culpa (por lo tanto no tiene sentido que me llevéis a la cárcel) porque no soy responsable de lo que pasa porque si cada uno se hubiera quedado simbólicamente en su sitio no hubiera pasado nada. Y esa gilipollas ha levantado la cabeza, no se ha quedado callada como tienen que hacer los immigrantes que quieren integrarse y las mujeres de bien…
La obvia verdad de esta mi lectura se confirma con un experimento ficticio que cada uno de nosotros puede hacer: qué hubiera pasado si el hombre hubiera sido rumano y la mujer muerta hubiera sido italiana? Hubiera empezado una nueva caza al extranjero, al rumano, y pensad sólo en los editoriales de la Padania, del Giornale, del Tempo [periódicos de derecha, NdT], en ese espacio de opinión pública que se aferra más duramente a la oposición masculino/femenino para describir las relaciones entre culturas.
Para acabar, no es verdad que se haya tratado sólo de un caso de estúpida violencia en la cual el racismo y el conflicto étnico no tienen nada que ver. Las relaciones entre culturas son cada vez más dominados por imaginarios como el que acabo de esbozar, en una dirección y en la otra. Estoy convencido que el alto número de violaciones cometidas por extranjeros, no sólo hacia mujeres italianas sino en general (el percentaje de delitos sexuales cometidos por extranjeros es alrededor del 40%, mucho mayor al percentaje de extranjeros que es de alrededor de 7%) hay que reconducirlo a este mismo tipo de argumentaciones simbólicas, invertida de polaridad. Constantemente humillados y sometidos simbólicamente, los ciudadanos extranjeros más sensibles a las cuestiones de género, es decir más ultrajados por la femininización a la cual son sometidos, y que tienden más a ver su femininización como una degradación, pueden reaccionar practicando la acción viril por excelencia, es decir la violación, para remarcar su distancia de la mirada egemónica que los humilla.
Vamos hacia un mundo en el cual estos cruces de sistemas de valores que producen tensiones sociales y comportamientos criminales se están haciendo cada vez más comunes. No se trata de decidir si efectivamente, si objetivamente hay diferencias entre italianos y rumanos, entre inmigrantes y autóctonos. Los analistas, los políticos, podemos estar todos tan tranquilamente convencidos que todos los seres humanos somos iguales, y que las diferencias de sensibilidad e inteligencia se reparten dentro de cada grupo social y cultural más que entre los diferentes grupos (y es exáctamente lo que yo penso, sólo faltaría). Pero en la vida de cada día, mientras compramos el tabaco o en los semáforos de nuestras ciudades, mientras dejamos nuestros hijos en el colegio o los vamos a buscar a clase de baile, nos comportamos como si el mundo social fuera todo compuesto de diferencias claras, yo/tu, nosotros/ellos, y como si estas diferencias la mayoría de las veces pudieran ponerse en una graduatoria, una clasífica de los niveles sociales. Cada uno de nostros compone su clasífica con cada gesto, con cada interacción; cuando todas estas clasíficas entran en conflicto entre ellas (tú tienes que estar allí / yo tengo que estar aquí) y además cuando este conflicto se compone con profundos desniveles de poder (el pulso de una mujer, el bíceps de un hombre; las dificultades de una lengua aprendida por unos extranjeros, la confianza de una lengua materna; la tranquilidad del estar en casa, la tensión de estar lejos) por lo tanto se puede llegar a la tragedia que rompe la vida de una madre por una palabra de más.
Creo que tenemos el deber incuestrionable de entender mejor este tipo de interacciones simbólicas, entender hasta el fondo sus mecanismos con una seria investigación social.
Con razón pedimos más inversión en la investigación en sectores como la medicina: hacen falta más conocimientos para vencer graves enfermedades que nos atacan como individuos. Pero yo creo que es hora de pedir más atención para la investigación social, porque lo que pasó en el metro de Roma no ha sido un golpe de malasuerte, no ha sido una locura pasajera. Ha sido el fruto canceroso de un conflicto social siempre menos latente, que gira alrededor de la convicción que el otro tiene que asumir a la fuerza la posición que yo le atribuyo. Un conflicto que se alimenta (en todas las direcciones) de la convicción “étnica” de la diversidad irriducible del otro. Y no importa que luego la diversidad nunca es tan irriducible como se piensa que sea. Vivimos en un mundo (a veces por suerte, otras por desgracia) en que las consecuencias de lo que creemos son realidades, aunque cuando lo que creemos no es verdad. Sin duda Alessio y Maricica no eran tan diferentes como se han imaginado el uno al otro, en los brevísimos y terribles instantes de su interacción. Pero sin duda el haber sido pensados tan absolutamente diferentes, acabó por hacerlos diferentes para siempre: una golpeada mortalmente, el otro responsable de un dolor infinito.